«La vida que realmente es vida»

Me despierto con la luz del sol entrando por la ventana y el relajante sonido de los pájaros. Aún no he abierto los ojos pero noto la claridad a través de mis párpados, y me concedo unos segundos para captar todas las sensaciones a mi alrededor. El olor de los árboles floreciendo, el canto de los pájaros, la paz, la tranquilidad. Intento recordar lo que escuchaba en las calles barullentas donde vivía en el viejo mundo, pero es algo muy lejano ya. Sigo con los ojos cerrados y me concentro en mi cuerpo. Me siento descansada, llena de energía. Giro sobre el colchón. No noto ningún dolor. Tampoco recuerdo casi cómo eran esos dolores. Me parece mentira que en algún momento del pasado me haya costado levantarme de la cama o de un sofá. Ahora me siento plena como no me he sentido nunca. Sólo me nace sonreír. Me levanto de un salto y me doy una ducha. Me visto y bajo los escalones dando saltitos. No puedo parar de sonreír porque… ¿cuándo he bajado yo los escalones dando saltitos? ¡Nunca!

Salgo al porche y veo a Aranchi en la mesa, con un zumo recién hecho, escribiendo en su cuaderno.

– ¡Buenos días, dormilona! – Me saluda sin levantar la vista del cuaderno.

– Hay cosas que no cambian, eh Aranchi. Como mi pasión por dormir- Le respondo divertida.

Miro hacia el verde prado que se extiende delante de mi casa y veo a una pareja andando a lo lejos. Ella brinca como si fuese un cervatillo y ríe sin parar, seguida de su marido que disfruta viéndola saltar. Me giro hacia mi amiga y la pillo observando a sus padres con una sonrisa feliz en el rostro.

– ¿Quién me iba a decir que iba a tener a Ramoni y a Manolo corriendo delante de mi casa como dos niños pequeños?

– ¿Quién nos iba a decir tantas cosas Dianita?

– ¡Cómo me gusta verte con esa sonrisa, amiga!

– Es que nunca pensé que pudiera llegar a ser tan feliz.

Nos quedamos un momento en silencio, disfrutando de nuevo de las sensaciones. Habíamos tenido mucho tiempo para hablar, así que ya estaba todo dicho, pero habíamos alcanzado un punto en el que nuestros silencios también decían muchas cosas y disfrutábamos de ellos. Estuve con Aranzazu para recibir a sus padres. Se lo debía a ella. Me lo debía a mí. Porque no pude estar para despedirlos y prometí estar cuando volvieran. Y en ese silencio que compartimos, volvieron esos recuerdos y la todavía inexplicable sensación de felicidad absoluta.

– Voy a tomarme un café con mis padres y vuelvo a buscarte para irnos.

La casa de mis padres y la mía se conectaba por un caminito de piedra. La habíamos diseñado y construido para estar juntos pero independientes. Me gustaba tenerles cerca, aunque mantuve mi idea de construir mi casa con muchas habitaciones para alojar a todos mis amigos: los que ya tenía, los que hice y los que iba a seguir haciendo. Por supuesto, como hay cosas que nunca cambian, el café de mi madre es el único que me gusta por las mañanas. Mi padre y mi abuelo estaban estudiando debajo de un árbol. Mi abuelo tenía el tomo de los nuevos rollos abierto y escuchaba con atención a mi padre, que le mostraba algo en la Traducción del Nuevo Mundo. Había mucho movimiento en el piso de arriba y miré hacia la ventana de la que procedían las voces. Mis abuelas y mi madre estaban preparando la habitación de mi tía. Se acercaba la fecha de su vuelta y estábamos muy emocionados planificando la bienvenida. Subí los escalones del porche de mis padres y me encontré a Aarón delante de su caballete, rodeado de pinturas, creando un cuadro espectacular.

– ¡Hola, Tata! – Hay cosas que no cambian y yo siempre seré Tata.

– ¡Hombre! ¡Si tengo aquí un hermano! ¿Qué estás pintando?

– Son las resurrecciones.

Me quedé contemplando la pintura. Le estaba quedando realmente impresionante. Habíamos visto cosas maravillosas desde que estábamos en el Nuevo Mundo, pero las resurrecciones eran sin duda de los momentos más emocionantes y más difíciles de describir. Muchas veces, en el viejo mundo habíamos imaginado cómo serían. En nuestras conversaciones recordábamos los textos y los recreábamos en nuestra imaginación; nuestras publicaciones tenían ilustraciones cargadas de sentimiento. Pero una vez allí, desde que presenciamos las primeras, nos dimos cuenta de que nos habíamos quedado muy cortos al imaginar cómo serían. Aarón había conseguido captar en su pintura la magnitud de lo que sentiríamos tanto los resucitados como los que estamos allí para recibirles. Los detalles del cuadro me envolvían en la escena. Ya tenía talento aun cuando no tenía todas sus capacidades al cien por cien. Ahora era un placer ver cualquiera de sus obras plasmadas en el lienzo.

Es curioso como los viejos recuerdos se han ido borrando de un modo que no pueden hacernos daño. Tal y como estaba escrito, no suben al corazón. Sin embargo, los recuerdos que hemos ido creando aquí, están frescos y … ¿cómo explicarlo?… En 3D. Son recuerdos en tres dimensiones. Como el día que mi madre y yo vimos a Aarón con todas sus facultades desarrolladas plenamente. El cambio fue asombroso. Su cuerpo se enderezó, su cabeza ligeramente ladeada se irguió y sus pasos al caminar se hicieron firmes. Su tono de voz se volvió grave y cuando empezó a mantener una conversación completamente adulta con nosotras, nos miramos la una a la otra admiradas, como si el chico que teníamos delante fuera un desconocido. Hasta que sonrió. Luego se rió con ganas. Y su risa inconfundible lo llenó todo. Comenzamos a llorar de felicidad, de alivio, de ilusión. Sólo conseguíamos abrazarnos y decir «Gracias Jehová» una y otra vez. Y ahora le tenía ahí, delante de mí, pintando, como siempre me imaginé que haría cuando nuestro Padre le devolviera lo que la imperfección le quitó.

Regresé de mis pensamientos y le planté a Aaron un beso en la cabeza. Mi madre y mis abuelas estaban ahora en la cocina. Olía a café recién molido y a pan recién horneado. Tenía que ponerme en marcha si no quería llegar tarde a probarme mi vestido de novia. Una nueva etapa en la vida que realmente es vida estaba a punto de comenzar para mí.

¿Te ves allí? ¿Me ves a mí?

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